A veces una palabra,
un gesto, una decisión, una acción puede cambiarnos totalmente y ponernos de
cabeza a mirar el mundo con nuevos ojos.
Uno no se da cuenta
en ese momento, uno no piensa que más tarde, en el futuro, veremos ese exacto
segundo como el detonante de nuestro destino.
Como en un partido
de fútbol.
Si escuchamos los
resultados y las opiniones de los críticos, es difícil imaginarse que cuando
ese jugador dejó pasar la pelota por unos centímetros, era consciente de que,
no solo perderían el juego, sino que perderían todo el campeonato, el director
técnico dejaría su puesto, y que el club sería llamado el “peor en los últimos
cincuenta años”.
Veía esto con
fascinación.
La posibilidad de
volver a ese segundo exacto en que se desata la vorágine de hechos que le
precederían luego.
Lo veía como objeto
de análisis, siempre crítica pero nunca afectada por el tema.
Hasta que hubo un
día que cambió mi vida.
24 horas, 1440
minutos, 86.400 segundos.
Hizo falta todo ese tiempo para que todo mi
mundo quedara dado vuelta mientras yo seguía igual. Quise seguir viendo el
mundo con los mismos ojos. Fallé
miserablemente, y para el fin de ese verano, los que seguían iguales eran los
otros, yo veía esos 86.400 segundos como la definición de un partido que
todavía no podía clasificar.
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