martes, 29 de marzo de 2011

Imágenes

Todo lo que podía ver era pasto. Largos pastizales tan largos como mi cabello. Secos y frágiles que cubrían esa colina vacía. 
Predecía que me iba a tomar más de los 15 minutos pactados subirla.
Pero ese árbol solitario me esperaba, y las nubes se cernían peligrosas en el cielo, me quedaba poco tiempo de luz en ese desolado lugar.


El pasto se sentía suave a mi tacto leve, pero al tomar uno de ellos entre mis dedos, pude notar que era rugoso y hasta pegajoso.
El viento azotaba mi pelo, que se revolvía furioso al compás del susurro de los pastizales, y no podía ver bien el árbol.
No sentía frío ni miedo, a pesar de que los nubarrones vaticinaban una tempestad nunca antes vista.
Dejé que el viento recorriera con furia mi piel a través de mi ropa ligera, como una caricia apasionada del verano que quedaba atrás.


Las ráfagas de viento que azotaban esa colina me traían el aroma de las naranjas del solitario árbol en el horizonte, que se mezclaban con la esencia pura de un día de lluvia.
Tierra mojada, hojas lavadas.
Las primeras gotas golpeaban mis mejillas, y abrí la boca mientras sentía el dolor en las pantorrillas por el esfuerzo de subir.
Varias gotas me trajeron consigo el verano tardío. Su limpia frescura y calidez.


Estaba cerca.
El dolor lo valía. Al igual que mis ropas, ahora empapadas.
Disfrutaba de esto, por los recuerdos.
Todo me esperaba en ese solitario naranjo.


Lo había plantado para mi, en nuestra niñez, en una de las tantas tardes de verano que habíamos compartido.
Mis mejillas estaban empapadas, las lágrimas del cielo se mezclaban con las mías.


El miedo me hacía temblar, ayudado por el fuerte viento. 
La ansiedad me tiraba, la felicidad del no saber me levantaba.


50 pasos.
40 pasos.
30 pasos.


20 pasos hacía el árbol, hacia el horizonte, hacia el final.


O hacía un comienzo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario